Día 1: Tailandia, hermosa a su manera.
- 8 mar
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Estoy en el Aeropuerto de Dubai, sentada cerca de un gran ventanal por donde veo los majestuosos edificios y una autopista repleta de autos. Parece casi una maqueta. La luz del sol de la mañana calienta mi cara y me siento un poco somnolienta. Pienso en estos últimos dos meses viviendo en Fuerteventura: mis amigos, mi increíble grupo de amigos que se formó casi por arte de magia. De un día para otro, Costa Calma pasó de tener una argentina a ocho y dos alemanas que ya bautizamos argentas también. Pienso en las tardes de surf, las guitarreadas en la playa, riéndonos, mirando las estrellas. Pienso en la escuela, en los clientes que están de paso y otros que se quedan con vos para siempre. Pienso en las sesiones post trabajo, cuando eramos solo dos navegando en el mar mientras el sol se ponía. Pienso en… No, mejor no pensar en él. Paso el dedo por mi muñeca, rozando la pulsera que me regaló. Siento un nudo en la garganta. Suspiro, miro por la ventana y me obligo a pensar en otra cosa.
Llegué a Tailandia cerca de las 20:00, después de una jornada maratónica atravesando cinco aeropuertos y tomando cuatro aviones. Lo primero que sentí al bajar del avión fue el peso del calor, mezclado con una humedad extrema. De golpe, respirar y caminar al mismo tiempo se sentía como cruzar el Sahara con alguien a cuestas… Bueno, probablemente un niño, porque el único equipaje que traje es una mochila de 7,5 kilos.
En mi mente sabía que tenía dos cosas importantes que hacer al llegar al aeropuerto: 1) cambiar mis euros por moneda tailandesa y 2) encontrar rápido la parada del autobús porque no tiene mucha frecuencia y a cierta hora de la noche no pasa más. Pasé rápidamente migraciones —temí que me pidieran el pasaje de vuelta, mi seguro médico, fondos suficientes o cosas así, pero no hizo falta— y me dirigí al mostrador de “Ayuda a turistas” con mi mejor cara de “prefiero decir que soy viajera antes que turista, pero te voy a sonreír como si eso no importara”. Pregunto donde estaba la parada del autobús y me señala el fondo del aeropuerto. Camino unas tres o cuatro cuadras y encuentro “el SmartBus”, pero antes de que pudiera siquiera darme cuenta que era ese, el chofer ya me estaba haciendo subir al autobús cual rebaño de vacas.
La siguiente hora de viaje hasta Kamala Beach donde me hospedo fue una especie de trance, interrumpido de vez en cuando por el señor italiano que viajaba conmigo y que tenía muchas ganas de hablar. No podía dejar de observar lo que había afuera: colores, muchos colores. Cables colgando por todos lados. Motos yendo y viniendo. Tuk-tuks con luces y música. Pequeñas casitas, ranchos y tiendas. Palmeras y helechos frondosos. Mujeres con ambo violeta, uñas larguísimas y labios pintados de rojo.
Me bajo del autobús en Kamala Beach y siento que estoy en el medio del Amazonas. Solo hay una larga avenida y a los costados inmensos árboles tropicales. Busco en google maps la ubicación del hostel y empiezo a caminar con más fe que certezas.
Luego de algunas cuadras, empiezan a aparecer signos de civilización: bares, casas, puestos de comida, un supermercado. Para llegar al hostel el mapa me envía por un callejón bastante oscuro y con algún que otro bar que por las luces parece más un antro. La ansiedad empieza a atacarme: ¿Qué estoy haciendo acá, en medio de la nada, sola? ¿Por qué hago estas locuras? ¿Será mi hostel verdaderamente un hostel o será una estafa? ¿Me van a secuestrar y vender todos mis órganos?
Basta de delirios, me digo. Estás en otro continente, con otra cultura, tenés que cambiar el chip y mirar a tu alrededor con otros ojos.
Finalmente encuentro el hostel al lado de un pequeño restaurante y la chica tailandesa que me atiende me da un vaso de té helado –me tomé ese liquido como si fuera un elixir porque el calor que había pasado con la caminata casi me deshidrata– y me lleva hasta mi cuarto compartido con una sonrisa. Y la que sonríe luego soy yo al ver que la habitación tiene aire acondicionado. Respiro hondo. Todo está bien. Me duermo profundamente.
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