Tailandia, día 2 y 3: todo lo que sube tiene que bajar
- 16 mar
- 11 Min. de lectura
Mi playlist recomendada para ambientar este capítulo aquí.
Me despierto porque un rayo de sol se cuela por el gran ventanal de la habitación del hostel y me da directamente en el ojo izquierdo. Me desperezo y doy vueltas en la cama. Estoy tan cómoda que, si no fuera porque estoy en Tailandia, me quedaría otro rato así. Abro la cortina que separa mi cama del resto del cuarto. En total hay tres camas cuchetas, es decir, puede haber hasta seis personas en la habitación, tanto hombres como mujeres. Me siento y miro al chico que está en la cama de enfrente. Tiene aspecto de ser de Medio Oriente. Lo saludo con un inocente “hola”. Él solo asiente con la cabeza y sigue mirando la pantalla de su celular. “Qué rudo”, pienso.
Voy caminando hasta la playa de Kamala, que está a solo 500 metros. Afuera está despejado, el sol arde tanto que la piel enseguida se pone de color rojo, y la luz del día es tan brillante que sin los lentes de sol es difícil ver por dónde vas. Caminar por Tailandia es como jugar a la ruleta rusa: no sabes cuando te toca. Las veredas son casi inexistentes, salvo en las principales avenidas. Cuando vas caminando por la calle, las motos que esquivan autos te pasan al ras y si querés cruzar, los vehículos no frenan; se abalanzan para pasar antes que el peatón. Me sonrío un poco porque me recuerda a Argentina.
Cuando llego a la playa confirmo por qué Tailandia es uno de los destinos más soñados: mil quinientos metros de arena blanca se extienden de un extremo a otro, delimitados por rocas de diversos tamaños y árboles de varios metros. Del lado izquierdo, coloridos botes de cola larga decorados con cintas y flores como ofrendas para la buena suerte y protección en el mar. Del lado derecho, sobre un sendero pavimentado que recorre toda la playa, pequeños puestos donde venden jugos de frutas, cocktails, snacks típicos como arroz frito (Khao Pad) y ensalada de papaya (Som Tum), ropa y souvenirs. Sobre la arena, varias filas de reposeras y sombrillas rosas que me recuerdan a la casita de Barbie.
Camino de extremo a extremo y empiezo a buscar un lugar con sombra para poder recostarme. Encuentro un buen spot bajo las palmeras, extiendo mi toalla, dejo mi mochila y me siento. Miro alrededor.
Ok, ¿y ahora qué?
La ansiedad empieza a cernirse sobre mí como una nube negra que llega con el viento del mar. La veo aproximarse por el horizonte, oscura, densa, rápida. Ocupa tanto espacio que no puedo concentrarme en nada más que en ella. Es tan imponente que me quita el aliento y empiezo a respirar grandes bocanadas de aire porque siento que me asfixio. La sombra sobrepasa la orilla y el mar desaparece, ensombrece la arena y ahora me rodea por completo.
Voces surgen de todos lados superponiéndose, sin embargo, entiendo lo que dicen: “¿Y ahora qué vas a hacer? ¿Te vas a quedar tirada todo el día en la playa, sola? Te vas a aburrir”, “Estás sola, siempre te quedás sola”, “¿Para qué viniste?”, “No sos suficiente, por eso te dejó”, “¿Qué vas a hacer con tu carrera? Porque del wingfoil no vas a vivir”, “¿Viste sus historias ya? ¿Viste que ya está con otra? ¿Navegando con otra, riéndose con otra, haciendo lo mismo que hacía con vos?”, “Nunca te van a elegir de verdad”.
Me aprieto con fuerza los ojos, los restriego e intento ver algo por fuera del torbellino negro que me envuelve, pero no hay nada claro. Repaso mentalmente todas las herramientas que aprendí a lo largo de los años para manejar la ansiedad y situaciones estresantes, y decido utilizar una técnica de respiración: inhalo en cuatro, mantengo en cuatro, exhalo en ocho, aguanto con los pulmones vacíos en cuatro, y así lo repito una y otra vez, hasta que la nube empieza a esfumarse.
En Argentina son las tres de la mañana, pero aun así decido llamar a mi mamá porque, además de ser mi persona de confianza por excelencia, es coach ontológico y siempre sabe cómo hacer para que cambie mi enfoque. Le cuento que, aunque me encanta viajar sola, me da miedo no tener cosas para hacer y aburrirme, que me da miedo sentir soledad, que me comparo con alguien que probablemente siga en el colegio y que me siento insuficiente, que todavía lo extraño y que me da miedo pensar que nunca me van a elegir.
“A ver, vamos de a poco”, me dice mi mamá, que todavía está medio dormida. “Primero, no vas a aburrirte, vas a encontrar cosas para hacer. Y si no lo haces, también está bien. Tenés que aprender a relajarte, la vida no es ‘hacer, hacer, hacer’. También es descansar y vos no sabés hacer eso. Toda la vida te llenaste de actividades y hacer yoga y meditar no cuentan si solo lo usás para llenar el tiempo. Tenés que aprender a no hacer nada. A disfrutar de estar con vos en el presente sin hacer nada. Segundo, esto es algo que venís trabajando hace mucho, ya sabés que tu mente te juega malas pasadas. Pero que lo sepas no significa que va a cambiar de un día para otro. Tu cerebro está acostumbrado a pensar así, a creer que no sos suficiente, que si el otro se va es porque vos no valés. Y sabés que eso no es cierto, que nadie es más que vos y que vos no sos más que nadie. Entonces, tenés que recablear tu cerebro, enseñarle a pensar diferente. Contate otra historia, pero tenés que contartela todos los días, hasta que esta nueva narrativa sea más fuerte que la de ‘no soy suficiente’. Y no seas boluda y dejá de ver cosas que te hacen mal, porque como dice el dicho: ojos que no ven, corazón que no siente”.
Me quedo pensando en sus palabras. Me meto en el mar e imagino que el agua se lleva todo: el dolor, el miedo, las dudas. Y quedo vacía. Me siento en la arena y me digo a mí misma que puedo hacerlo, que puedo quedarme todo el día acostada bajo el sol sin hacer nada.
Los primeros minutos son difíciles, la mente se inquieta, se enturbia, pero me enfoco en lo que está afuera. Observo el contraste del verde de los árboles con el blanco tiza de la playa y el celeste cristalino del agua. Los niños correteando. Un grupo de mujeres tomando sol y charlando. Una pareja barrenando olas en la orilla. Las hojas de las palmeras meciéndose con el viento. El sol tiñendo todo de dorado. Me relajo y me quedo así toda la tarde. Cuando vuelvo al hostel, estoy tan cansada que decido dormir una siesta, algo que pocas veces hago.
Cuando me despierto ya es de noche. Siento un olor fuerte que me marea. Miro alrededor buscando la fuente, veo que todas las camas están desocupadas salvo la del chico de enfrente. Sus sábanas estaban revueltas, tiene cargadores colgando de los enchufes y la estantería abarrotada de cosas. Su velador está encendido, pero él no está ahí. Me cuelgo del borde de la cama y miró por el ventanal, veo que está sentado en la terraza, fumando faso y mirando videos.
¿Qué hace acá? ¿Por qué nunca sale? Es extraño que esté en Tailandia y no salga a ver playas, a comer algo o no sé. ¿Estará enfermo?¿Quizás vino a buscar trabajo? Pero no tiene sentido, si estuviera enfermo no estaría en el balcón fumando y si estuviese buscando trabajo tendría que salir durante el día. Entra y sale del cuarto varias veces, deja todas las luces encendidas, las puertas abiertas y me empieza a molestar porque el aire acondicionado está encendido y se llena de mosquitos. Caigo en cuenta que esta noche solo somos nosotros en la habitación y empiezo a preocuparme. No quiero ser prejuiciosa, pero siendo mujer una no puede evitar pensar en todo lo malo que podría llegar a pasar: que me robe, que se masturbe mientras duermo, que me diga algo, que me haga algo. No sé.
Salgo a comprar comida y no puedo dejar de darle vueltas al tema. Muchas veces no se distinguir el límite entre ser paranoica y ser precavida, pero culpo a la sociedad por haberme llevado a ser así. Cuando vuelvo al hostel hablo con la chica de recepción, le cuento que me siento un poco insegura sola con un hombre en el cuarto, pero me dice que una persona más debería llegar esta noche y me quedo más tranquila.
Al día siguiente camino hasta la parada del SmartBus para ir hasta Patong Beach, una de las playas más conocidas y concurridas de Phuket por su activo ambiente nocturno: bares, clubes y cabarets. Estoy sentada en la parada cuando un taxi frena. Es un auto viejo, de color azul claro y tiene un letro pintado a mano en el techo que dice “TAXI”. Un señor de unos 50 o más años y poca estatura se baja.
- ¿ A dónde vas? – me pregunta.
- A Patong Beach, estoy esperando el bus.
- Ah! Pero el bus pasa en una hora, yo te llevo por 200 bath.
- No, gracias. El SmartBus debería pasar en 20 minutos.
- ¿Estás segura?-, me pregunta levantando mucho las cejas. - Te llevo por 100 bath, lo mismo que el bus, pero más rápido-, insiste.
Miro el auto todo polarizado, miro al señor que parece amable, miro de nuevo el auto. Pienso que si me pasara algo durante el viaje no tendría a quien acudir, no conozco a nadie en Asia y mi familia y amigos están durmiendo a esta hora. Así que le digo que muchas gracias por la oferta, pero que prefiero esperar.
A pesar de mi rechazo, el señor saca una reposera y se sienta a mi lado. Me pregunta de dónde soy y le cuento sobre mi país, sus costumbres y su gente. Le cuento sobre nuestra amabilidad, sobre el mate, la pasión por el fútbol, las largas sobremesas y nuestros interminables problemas económicos. Le pregunto sobre Tailandia, cómo es para él vivir acá y si alguna vez pensó en mudarse. Me cuenta sobre la vieja y la nueva Tailandia, en cómo el turismo ha erosionado la naturaleza y cultura de ciertas playas. En que los locales tienen sus propios lugares para hacer compras. Que en la temporada baja Phuket es totalmente distinta, llueve torrencialmente y las corrientes del mar traen mucha basura que convierte las playas paradisíacas en una calle de ciudad.
Lo observo mientas habla sentado en su reposera, con su pantalón gris y su camiseta blanca, su piel oscura característica de esta región, su parsimonia y lentos gestos al hablar. Y me hace acordar a mi abuelo, mi persona favorita en el mundo. Toda la escena me recuerda a las tardes en el campo, sentados en sillas de madera, con los pies descalzos sobre el pasto, tomando mates o tereré cuando hacía demasiado calor. Hablando sobre la vida, jugando al Veo Veo y contándonos chistes malos.
El ruido de un motor me saca de mi ensoñación. Un Tuk Tuk rojo se aproxima y el taxista los empieza a llamar con la mano. Se hablan entre sí en tailandes e intento comprender qué sucede. El taxista me llama y me dice que ellos pueden llevarme hasta Patong, me dice que se aseguró que me cobren lo mismo que él me ofreció y me pregunta si me parece bien. Le digo que sí, le agradezco y nos despedimos. Me subo en la pequeña furgoneta enfrente de una pareja de unos 40 o 50 años. Y me doy cuenta que me hace muy feliz encontrar personas que, aunque no tienen por qué hacerlo, deciden cuidarme y ayudarme. Aunque al mismo tiempo estoy melancólica por la despedida, me hubiera gustado seguir charlando. Pero los pocos minutos que compartimos los recordaré por siempre.
Estoy sentada mirando el azul del mar a través de las hojas de los árboles, como pequeñas motas de pintura en un lienzo, que se mezclan gracias a la velocidad del vehículo cuando los escucho. El inconfundible “sh” que nos identifica, la melodía que sube y baja como si estuviéramos cantando y la muletilla “che” que puede utilizarse como preámbulo de cualquier oración.
- ¿Son argentinos? – les pregunto sin muchas vueltas.
- Si! – me responden al unísono, - ¿vos también?
- Si, soy de Buenos Aires – les cuento.
- ¿En serio? Nosotros también. Yo soy de Vicente Lopez y él es de Capital Federal –me responde la mujer.
Me cuentan que están de vacaciones, que estuvieron en Japón y Vietnam antes de Tailandia. Se sorprenden porque viajo sola y me explican que tienen dos hijos trabajando en Capital que también quieren mudarse a España. Les cuento acerca de mi experiencia en la isla, de lo diferente que es vivir cuando tenes previsibilidad económica y sabes que la comida no va a subir de precio de un día para el otro. Sin embargo, coincidimos en que no hay nada como el calor argentino, en nuestra manera de ser con los nuestros. Nos despedimos cuando me bajo en Patong, nos deseamos lo mejor en nuestros viajes y me voy con la seguridad de que siempre voy a encontrar un argentino por el mundo.
La playa de Patong es mucho más extensa que Kamala. Está bordeada por una semi peatonal repleta de puestos de comida, de algunos árboles cuelgan hamacas adornadas con flores que le dan un toque de ensueño y las palmeras proyectan una pequeña sombra donde todos los turistas se esconden. Me quedo algunas horas en la playa, alternando la lectura con los chapuzones en el agua para resistir el calor. Por la tarde recorro una de las calles principales y más famosas: Bangla Road.
Todavía no es de noche, pero ya puede percibirse el ambiente: cabarets totalmente abiertos a la calle que te permiten ver las largas barras de tragos con algunos cincuentones sentados ya con sus jarras de cerveza en la mano y los caños de pole dance alrededor de las mesas. Las luces de neón provenientes del interior de los bares y de los letreros iluminan todo, la música se mezcla y retumba levemente en mis oídos y en el pecho. Las chicas se amotinan en las entradas de los cabarets esperando por algún cliente interesante. Los de relaciones públicas se lanzan sobre los turistas que pasan caminando e intentan persuadirlos para que se queden bebiendo algo. Me siento totalmente fuera del lugar, observando todo como si estuviera delante de una gran pantalla de cine. Decido irme antes de que sea demasiado tarde.
Cuando pago el autobús para regresar a Kamala me doy cuenta que me quedé sin efectivo, de suerte tenía 100 THB para pagar el viaje. Bajo cerca del hostel y me acerco a un ATM, cuando estoy a punto de realizar la operación me doy cuenta que no tiene Apple Pay. Recorro varias cuadras, pruebo más de 10 cajeros, pero ninguno tiene la opción de tarjetas digitales. Empiezo a frustrarme. Pregunto en decenas de casas de cambio, no obstante ninguna acepta tarjetas. No sé qué hacer. Sigo caminando y probando ATMs uno tras otro. Me siento una estúpida, ¿acaso me olvido que yo también soy del tercer mundo? En Buenos Aires los cajeros tampoco tienen la opción de extraer dinero con tarjetas virtuales, pero tantos meses viviendo en Europa me generaron un sesgo de privilegio.
No contar con efectivo no es tan grave, por supuesto hay algunos bares y restaurantes que aceptan Apple o Google Pay, pero por lo general son los más turísticos y, por ende, los más caros. Lo que más me preocupa es el bus, que solo acepta efectivo y que también quería comprar algunos souvenirs. De repente me acuerdo que traje una de mis tarjetas de crédito de argentina en caso de emergencia. Bueno, no se si califica exactamente como emergencia, pero podría entrar dentro del espectro de “problemas urgentes a resolver”. Vuelvo al último ATM, inserto la tarjeta, pongo el PIN, selecciono extracciones, 200 bath, acepto lo que me cobrarán en pesos argentinos con las comisiones. Espero unos segundos, parece que va a funcionar.
PIN incorrecto. Intentelo nuevamente.
Estoy segura de que esa era mi contraseña. Vuelvo a probar con otro PIN, de nuevo todos los pasos. Está cargando, procesando, y entonces sucede. La pantalla se pone en negro, escucho que la maquina hace un traqueteo y vuelve al inicio.
No, no puede ser. Aprieto “atrás” y “cancelar” como una frenética, pero el daño ya está hecho. No hay vuelta atrás, el ATM se comió mi tarjeta.
Mierda.
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