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Tailandia dia 4 y 5: giros inesperados

  • 2 abr
  • 6 Min. de lectura

Decido que lo único que puedo hacer es rendirme. A esta hora de la noche, no hay nada que pueda hacer para que el cajero me devuelva mi tarjeta. Le saco una foto al ATM y me voy al hostel. A la mañana siguiente, llamo a atención al cliente, pero no entiendo nada de lo que dicen por teléfono. Cada vez que marco la opción “9: hablar con un asistente en inglés”, la línea se queda muda. Bajo hasta la recepción para pedirle ayuda a la chica del hostel. Pasan varios minutos en línea, marca números y anota cosas hasta que consigue contactar alguien que habla en inglés. Le explico al chico lo que sucedió y me pide el número del cajero. Le doy el número que aparece en la parte superior derecha del ATM, que puedo ver en la foto que tomé, pero me dice que no es ese, que el número debería empezar con R y estar en la parte inferior derecha. Le comento que ahora estoy lejos del cajero y le pregunto si puede ubicarlo con la dirección. Lo intenta, pero no hay caso. Me dice que tengo que volver hasta el cajero, conseguir ese número y volver a llamar. Le agradezco a la mujer de la recepción y vuelvo a mi cuarto, totalmente frustrada, a punto de llorar. Entonces, el chico raro del cuarto me mira con sus ojos negros azabache como si se encontrara con una presa herida.


—¿Estás bien? ¿Qué te pasó? ¿Te robaron? —me pregunta, realmente preocupado, lo cual me sorprende.

—No, no. No es nada serio, es una tontería —le respondo, pero se me quiebra la voz.


Le cuento lo que sucedió con el cajero, que las casas de cambio no aceptan tarjeta ni transferencias y que se me ocurrió utilizar Western Union, pero el único que hay en Kamala está cerrado para siempre. Entonces su mirada de depredador se relaja y hasta se enternece. Me afirma que él utilizó varias veces un Western Union, pero que por alguna razón no aparece en el mapa. Me muestra en Google Maps y me explica cómo llegar hasta ahí desde el hostel.


—Perdoname, ¿cómo era tu nombre? —me pregunta sonriendo. Le digo mi nombre y le pregunto cuál es el suyo.

—Zahid —me dice. Intento varias veces pronunciarlo, pero no me sale y terminamos riéndonos de las muecas que hago al intentar decirlo correctamente.

—¿Qué estás haciendo acá, Zahid? ¿Estás de vacaciones? —le pregunto, remarcando el “hi”, lo cual le saca otra carcajada.

—Sí, estoy de vacaciones. Esta es la tercera vez que vengo a Tailandia. Me encanta. Lamentablemente, hoy me tengo que ir.

—Qué pena, ¿de dónde sos? —Soy de Pakistán, pero viví toda mi vida en Japón.


Bueno, ahora sí que tiene toda mi atención. Jamás había hablado directamente con alguien de Pakistán y no sé si por todas las cosas que he escuchado en medios de comunicación o por la imagen colectiva que hay de los pakistaníes, pero realmente me da intriga saber cómo es el mundo para él, tener su versión de las cosas.


—Jamás estuve en ninguno de esos lugares, ¿cómo es vivir ahí?

—Bueno, de Pakistán no puedo decirte mucho más que lo que heredé de mi familia, pero de Japón sí puedo decirte que es muy conveniente.


Lo miro sorprendida porque nunca me hubiera imaginado la descripción “conveniente” para el país asiático.


—¿Sabes? Tienes subtes que te llevan a todos lados, tienes todo cerca, todo lo que necesitas al alcance de la mano. Y las cosas funcionan bien. Tiene un orden.

—Suena lógico —le respondo. Quiero saber más sobre Pakistán, pero no sé cómo preguntárselo sin sonar invasiva.

—¿Tu familia vive con vos en Japón?

—Sí, prácticamente todos. Pero mis abuelos siguen en Pakistán. Viven en Lahore, una ciudad preciosa llena de historia y caos al mismo tiempo. Es como si siempre estuviera viva, ¿sabes? Los mercados, la comida en la calle, la música... todo tiene un ritmo propio.

—Suena totalmente distinto a Japón, ¿no?

—Sí, muchísimo. Japón es todo orden y estructura, mientras que Pakistán es... vibrante. Caótico a veces, pero de una manera auténtica. A mí me encanta la comida típica de ahí. ¿Alguna vez probaste biryani?

—No, ¿qué es?

—Es un plato de arroz con especias, carne o vegetales. Cada familia tiene su receta, pero la de mi abuela es insuperable —me lo dice con tanta firmeza que creo que ahora mismo se está imaginando los sabores.

—Increíble. Debe ser raro vivir entre dos culturas tan distintas.

—Sí, pero también es lo que me hace ser quien soy.


Nos quedamos un rato más hablando. Me recomienda un montón de lugares para conocer en Tailandia: Phi Phi Island, Koh Tao, Ko Yao Noi, Krabi, Kathu y Surin Beach. Luego se prepara para ir al aeropuerto y nos despedimos. Me quedo pensando en qué mal lo juzgué, en que sin preguntarmelo dos veces lo metí en la categoría de “persona probablemente peligrosa”, cuando resultó ser totalmente amigable. Sin embargo, al mismo tiempo reconozco que son actitudes que tomamos para protegernos cuando viajamos solas y que, de no ser por nuestra conversación, nunca hubiera conocido su historia.


Vuelvo al cajero, vencida, llamo a Atención al Cliente y esta vez consigo hablar con alguien en inglés. Le explico lo que sucedió, le doy el número correcto de cajero y me asegura que el lunes o martes podré retirar mi tarjeta en alguna sucursal de Phuket.


Como no puedo viajar hasta otras playas porque no tengo efectivo para el bus, decido ir a la playa de Kamala a leer. No obstante, cuando llego, me encuentro con olas.


Mi humor pasa de ser el de alguien que acaba de perder todo en el póker al de alguien que ganó por pura suerte en la lotería. Cuando me acerco a la escuelita de surf, noto que los instructores están exactamente como yo.


—¿Esto no sucede mucho, no? —le pregunto al que parece ser el jefe, un señor de unos 50 años, bajito y totalmente quemado por el sol.

—Hace seis meses que no teníamos estas olas, esto es una fiesta. ¿Surfeas?

—Bueno, lo intento —le digo y se empieza a reír.

—¿Qué opinas, debería meterme ahora o esperar un rato? No parece que tenga mucha fuerza.

—Espera una hora y vas a ver. Confía en mí.


Regreso una hora más tarde y el hombre tenía razón. El agua está glassy (es un término que se utiliza cuando el agua del mar está transparente y no desordenada), las olas no son muy grandes, de entre un metro y metro y medio, y tienen un período bastante largo, como de 15 segundos. Entro con una softboard de 6 pies. Las olas vienen en serie: seis u ocho olas, una detrás de otra, y después un largo impasse que te permite remar hasta el pico. En el agua somos seis personas: una chica rubia con una softboard, una chica que probablemente sea local con una especie de longboard, un niño de unos diez años con una shortboard, un joven adulto con otra shortboard, otro con una tabla de principiante y yo.


Estoy sentada en el pico, mirando al horizonte, esperando la próxima serie. El agua cristalina debajo de mí me permite ver mis pies girando, haciendo pequeños remolinos en el agua mientras algunos peces pequeños pasan por debajo. Al costado, puedo ver el fin de la playa, repleta de árboles verdes llenos de vida, y el sol rojizo a punto de ponerse en el fondo del mar. Me invade una felicidad que me revive; es como si cada célula de mi cuerpo recibiera una dosis de dopamina. El corazón me late tan fuerte que parece un cajón peruano resonando en mi pecho y enviando una colorida melodía a lo largo de todas mis extremidades.


Mis sentidos se agudizan. Todo se vuelve más brillante, más intenso. La temperatura del agua, la brisa en mi rostro, la textura de la tabla, el color de la vegetación. Siento todo de manera tan amplificada que creo que mi cuerpo no va a poder sostenerlo, que va a explotar, que la alegría es tanta que va a desbordar y salir de mí. Entonces lo entiendo: toda mi vida quise sentir menos, pero no sería yo si lo hiciera. Y la felicidad que siento en este momento no podría experimentarla de ninguna manera.


Veo venir la serie, giro la tabla y la coloco de manera que forme un ángulo de 45° con respecto al lip de la ola. A mi derecha está el chico con la shortboard; los dos remamos fuerte, pero el volumen de mi tabla es mayor, por lo que tengo más empuje. El chico se rinde, yo sigo remando. La estoy por perder, pero doy tres brazadas sacando toda la fuerza que tengo y logro tomar la ola. Me paro y es como si el mundo se desacelerara: mi cuerpo se mueve en cámara lenta buscando el punto de equilibrio, la tabla se desliza suavemente por el empuje de la ola, el ruido de la rompiente parece una bruma. La vista de la playa desde afuera es como una foto sacada con una cámara analógica: los colores son opacos, los movimientos de las personas al caminar son desalineados, los árboles se mecen de manera nostálgica, la vida se ve un poco borrosa.


Llego casi a la orilla, me lanzo de la tabla y sé que la serie continúa, así que sujeto fuerte el leash, me aprieto la nariz y me hundo hasta el fondo. Puedo sentir cómo las olas rompen arriba mío, una tras otra. Las dejo pasar y me quedo allí abajo pensando que, si muriera ahora mismo, lo haría siendo la persona más feliz del mundo.


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