Tailandia, última parte: entre la adolescencia y la adultez - Parte 2
- 14 oct
- 10 Min. de lectura
11 de marzo de 2025 – 22:30 horas
Levantamos nuestras latas de cerveza y hacemos un último brindis con Elena. Me levanto de la reposera, me alejo unos pasos y contemplo la escena: sus rizos dorados se mueven con el viento del mar, su piel bronceada contrasta con el blanco de su vestido. La arena desciende hasta el negro del mar y, allá a lo lejos, un abismo: no hay diferencia entre el cielo y la tierra. Elena se enrolla en el asiento para ver mi cara. Una de sus manos sujeta delicadamente el respaldo de la reposera; la otra se levanta suavemente y se apoya en su pecho. Sonríe de lado y me dice adiós sin palabras. Me quedo unos segundos contemplándola, totalmente absorta en lo que podría ser una pintura de Botticelli.
Tiro las latas de cerveza en un cesto de camino al hostel. Llego a la habitación y me dejo caer en la cama con la laptop entre las piernas. Estoy justo a tiempo para hacer el check-in del vuelo a Australia. Ingreso a la web de la aerolínea, busco mi reserva, completo los datos. La página se queda cargando.
El/los siguiente(s) pasajero(s) no puede(n) facturar por no cumplir determinados requisitos gubernamentales. Por favor, diríjase al mostrador para más información.
¡¿Cómo?!
11 de marzo de 2025 – 8:30 horas
Le doy un abrazo a Eva en la puerta del hotel. Ella toma la calle hacia la izquierda, rumbo al norte de Tailandia, donde se encontrará con amigos. Yo me dirijo hacia la derecha, lista para la excursión a la isla de Ko He. Gorro, anteojos, protector solar, bikini y botella de agua en mano: el shuttle me espera en la esquina. Saludo al conductor, que tacha mi nombre de la lista, y comenzamos el recorrido hacia el sur.
Recogemos a una familia polaca, una pareja latinoamericana y un chico que parece inglés. Me pongo los auriculares, abro la cortina y dejo que la luz cálida del sol pinte el paisaje como un lienzo de acuarelas. Los vendedores ambulantes cocinan a toda velocidad, preparando arroz frito, pescado marinado, pinchos de papaya y mango, y jugos frutales para los trabajadores matutinos. Algún turista aparece con la heladerita y la sombrilla en mano, listo para un día radiante de playa. Me dejo llevar por la música. Es lo que más disfruto de viajar.
Cuando era chica y visitaba a mi papá durante el caluroso verano de Buenos Aires, pasábamos los días viajando de un lado al otro. Como arquitecto, tenía que asistir a distintas obras en el interior de la provincia, así que no le quedaba otra que subirnos a los tres hermanos al auto y rezar para que nos comportáramos durante la gira. Recuerdo acostarme en el asiento de atrás del Fiat Duna azul, con los pies sobre la luneta y la cabeza casi colgando. Todavía puedo escuchar su voz grave: "Sentate bien, ¿no ves que eso es peligroso?" Pero yo hacía caso omiso, cerraba los ojos y me perdía escuchando sus discos que siempre sonaban en el estéreo: Pink Floyd, Pearl Jam, Foo Fighters, The Doors y Los Piojos.
Llegamos a la costa este del distrito de Phuket. Bajamos del shuttle y caminamos hacia un gran arco de arbustos con un cartel rojo que anuncia “Kan Eang at Pier Restaurant”. El lugar destila lujo: mesas de vidrio rodeadas de sillones de hierro, cubiertas por impecables sombrillas blancas. Una mujer sonriente nos guía a una mesa donde tres jóvenes buscan nuestros nombres, nos entregan una pulsera, una bolsa con merchandising y nos mandan a un salón con grandes ventanales y mesas llenas de comida.
Estoy tomando café, perdida en mis pensamientos, cuando dos mujeres rubias, de unos 40 años, labios rojos y uñas largas, se sientan frente a mí. Tardo un rato en notar que me observan. Les devuelvo la mirada y sonrío. Se ríen por lo bajo y escriben algo en el teléfono. La más bajita me acerca su móvil. En la pantalla, un mensaje traducido del ruso al inglés:
“¡Hola! ¿De dónde eres? Nosotras somos de Rusia y es la primera vez que venimos aquí”.
Les contesto:
“Hola! Soy de Argentina, pero ahora vivo en España. También es mi primera vez aquí".
Me divierte poder mantener una conversación entera sin decir una sola palabra.
“Wow, ¡Argentina! Las Cataratas del Iguazú, qué hermoso. Qué lejos, eres valiente. ¿Vas a Banana Beach? ¿Tienes el pack con snorkelling?”
“Sí. Hace muchos años que no hago, así que estoy un poco nerviosa”.
“No te preocupes, te va a encantar”.
Un joven entra al salón y nos pide que nos preparemos para embarcar. Subimos a una lancha semi capotada con doble deck. Mientras nos explican el itinerario, la lancha arranca y se aleja de la costa. Me emociona ver cómo los frondosos árboles y el Buda gigante se hacen cada vez más pequeños.
El trayecto es rápido y lleno de sobresaltos por el oleaje. Una pareja mayor se rie, una pareja de recien casados se abraza, y las chicas jóvenes no paran de tomarse fotos.
Llegamos a la isla. Los barcos no pueden acercarse a más de 300 metros de la costa, así que fondean junto a una pasarela flotante. La pareja de casados es la primera en salir. La chica pisa con confianza, pero la pasarela se ondula como una bandera. El esposo salta para ayudarla y ambos terminan gateando hasta el final. Los viejitos y yo contenemos la risa. Camino despacio detrás de ellos. Al principio es raro, como si hubieras dado muchas vueltas sobre vos mismo y terminaras mareado, dando tumbos sin saber bien a donde vas. Pero mientras más avanzas, más entendes el ritmo y mejor es el balance. Cuando me acostumbro, puedo apreciar lo que me rodea. Lado a lado, un mar celeste cristalino, tan transparente que puedo ver los pececitos pasando sin ningún esfuerzo. Enfrente, una playa de arena blanca que termina en piedras, arboles de un verde esmeralda tan brillante que me encandila. Un restaurant de madera que mezcla el estilo hawaiano con el glamour de una gran ciudad. Hacia el final y a la derecha de la pasarela, pequeños botes de distintos colores que le dan el toque mágico al lugar.

Paso las primeras dos horas bajo una sombrilla, mezclando lectura (Los Juegos del Hambre, por segunda vez) con momentos de contemplación. ¿Quién lo hubiera pensado? El primer día no podía estar cinco minutos sin hacer nada, y ahora podría quedarme todo el día leyendo, escuchando música y tomando sol. Recuerdo un autor que leí en la universidad, que decía que hoy vivimos una aceleración temporal constante, atrapados en la productividad y el consumo. Entrecierro los ojos. Miro a los niños chapotear en el agua, sin preocupación por el mañana, con su propia percepción del tiempo… Sí, creo que mi revolución va a ser quedarme echada todo el día.
La guía nos llama. Es hora de hacer snorkelling. El barco nos lleva hasta las proximidades de la siguiente isla y nos bajan a unos cinco metros del coral. Floto con un brazo y con el otro me coloco la mascara y el tubo para respirar. Meto la cabeza dentro del agua, pero me olvido de inhalar por la boca y termino ahogada con la mascarilla. Salgo a la superficie. Lo practico un par de veces afuera. “Okey, estoy lista. Puedo hacerlo”. Vuelvo a sumergir la cabeza, esta vez me concentro en respirar lento por la boca. Inhalo, exhalo. Inhalo, exhalo. Poco a poco me acostumbro. Entonces, aparece ese mundo invisible: peces de todos los colores se mueven en todas direcciones. Algunos van con prisa, otros descansan. Una vida entera se manifiesta ahí, con su propio ritmo y reglas. Empiezo a nadar lentamente, con miedo de perturbar ese orden y, entonces, justo cuando estoy encima del coral, un cardumen de pequeños peces naranja brillante me envuelve. Y yo me quedo ahí, suspendida, el cuerpo liviano, mis latidos lentos, la mente vacía. Solo observando maravillada lo que hay ante mí, pura magia.
11 de marzo de 2025 – 19:30 horas
Entro en la habitación del hostel y la encuentro casi vacía, excepto por un bolso de ropa grande y maquillajes desparramados en la cama de enfrente. Me siento con la laptot en mis piernas, lista para hacer el check-in del vuelo a Australia. ¿Lo estoy realmente? Desde los 18 años que sueño con viajar a ese país, pero últimamente me he preguntado si sigue siendo mi sueño. De golpe, se abre la puerta. Una chica entra alegremente. Ordena sus maquillajes y no sé por qué no puedo dejar de mirarla: cabello rubio ondulado hasta los hombros, piel dorada bajo un bonito vestido. Sus movimientos son agiles y delicados, como si los hubiera ensayado muchas veces. Se da vuelta y me suelta: “Hola, soy Helena! Encantada de conocerte, ¿cómo te llamas?”. La observo, atónita por su sonrisa. Sin dejar de verla, cierro la laptot y me olvido de Australia.
Pasamos la noche caminando por un mercado local, probando comidas tailandesas y hablando de arte, política y religión. Helena tiene mi edad, es griega pero vive en Alemania, donde trabaja como acompañante terapéutica para personas con trastornos mentales. Extraña su pueblo natal, pero ama viajar y no le importa hacerlo sola.

—¿Eres religiosa? —le pregunto mientras caminamos por la playa. Me mira un tanto sorprendida por la pregunta – Te lo digo porque te vi persignándote, antes, cuando comíamos – le explico.
—Ah, sí! Bueno, no diría religiosa, soy creyente.
—¿Y cuál es la diferencia?
—La religión es una forma de vida. Ser creyente es un camino de vida.
—¿Y tú? —. Me pregunta luego de un largo silencio.
—No me considero una persona religiosa. Mi familia me hizo católica, pero decidí dejar de practicarlo porque veía muchas incoherencias en la Iglesia. Luego probé con el hinduismo y ahora me estoy adentrando en el budismo, pero no me gusta cuando algo se institucionaliza, ¿sabes? Cuando te dicen “si no rezas diez veces no recibirás la bendición de Dios” o “si no haces este curso de meditación entonces no eres espiritual”. Le escapo a esas cosas.
—Pero al final siempre estás buscando algo en lo que creer, ¿no? —me lanza con astucia.
—Bueno, no diría creer. Prefiero aprender —le respondo con sorna.
—¿Y qué has aprendido hasta ahora?
—Que todos le rezamos a lo mismo. Había un mantra que recitábamos en el centro hinduista que me gustaba mucho y decía: “Dios, déjame amarte bajo todos tus nombres y todas tus formas”. Creemos que somos distintos, que hablamos diferentes idiomas, que comemos distintas comidas, que no frecuentamos los mismos lugares, que no tenemos la misma economía y al final, cuando tenemos miedo ¿no cerramos los ojos y pedimos, por favor, ser salvados? Y cuando amamos, ¿no miramos hacia el cielo y agradecemos por tanta dicha? Dios está en ese espacio, en ese momento en el que somos todos iguales.
Nos recostamos en unas reposeras frente al mar con un six pack de cervezas entre nosotras. Destapamos una lata y nos quedamos mirando el mar.
—¿Cuándo crees que te convertiste en adulta? —le pregunto.
—¿Lo soy? —ríe—.
—Creo que lo supe cuando decidí trabajar con personas con trastornos mentales, a pesar de que mi familia estaba en contra. Me decían que cómo iba a trabajar con “locos”, que era peligroso, que no iba a tener futuro. Un día estabamos almorazando y les confesé: “Me increibí en la carrera ¿Estoy segura de que va a ser bueno para mi? No. ¿Es lo que quiero con todo mi corazón? Sí. Así que espero que respeten mi elección, y si fallo, ojalá estén ahí para mí”.
—Qué valiente —le digo.
—¿Y tú?
—Tenía 17 años, era Navidad y tuve una de las discusiones más grandes con mi papá. Le conté que cuando empezara la universidad en Buenos Aires quería vivir sola. Se enojó tanto... Todavía tengo flashes de la escena: yo adentro del auto, en el asiento de copiloto. Afuera personas celebrando las fiestas. Adentro su voz gritándome. Afuera risas y fuegos artificiales. Adentro yo apretando fuerte los párpados. Afuera personas abrazándose.
Me pase toda la noche acostada en la cama, no podía parar de llorar. A las horas vino él y se acostó a mi lado, su cara frente a la mía. De pronto estábamos en condiciones de igualdad: dos seres humanos totalmente vulnerables. Nos miramos a los ojos. Los míos estaban rojos e hinchados de tanto llorar. Los suyos de color café intenso se pusieron vidriosos hasta que las lagrimas empezaron a aflorar. Y pude ver el dolor en su cara cuando me dijo:
“Jamás voy a entenderte.”
Y ahí comprendí que él sí me amaba, pero no de la forma en que yo necesitaba. Así que tenía que elegir: quedarme paralizada siendo la niña que esperaba ser elegida por su papá, o convertirme en la adulta que aceptaba que su padre hacia lo mejor que podía con lo que sabía y que la amaba en la forma en que él había aprendido a amar.
Esa madrugada armé mi valija, le robé la SUBE a mi hermana y me fui sin hacer ruido. Jamás volví.
—Brindo por la adultez —dice Elena, levantando su cerveza.
—Por la adultez —respondo.
Hacemos un último brindis. Me levanto de la reposera, me alejo unos pasos y contemplo la imagen. Elena se enrolla en el asiento para ver mi cara. Una de sus manos sujeta delicadamente el respaldo de la reposera, la otra se levanta gentilmente y se apoya en su pecho. Sonríe de lado y me dice adiós sin palabras.
Tiro las latas de cerveza en un cesto de camino al hostel. Llego a la habitación y me tiro en la cama con la laptop entre las piernas. A tiempo para hacer el check in. Ingreso a la página web de la aerolínea, busco mi reserva, lleno todos mis datos. La página se queda cargando.
El/los siguiente(s) pasajero(s) no puede(n) facturar...
¡¿Cómo?! ¡Pero si tengo mi visa! Intento varias veces, sin éxito. Hablo con el bot de ayuda media hora hasta que me resigno. A la mañana siguiente tomo el Smart Bus hacia el aeropuerto. Camino nerviosa esperando que abran el mostrador. ¿Qué pasa con mi visado? ¿Y si no me dejan viajar? Las pantallas se actualizan:
SCOOT – Destino Sídney – Mesa A2 – Check-in abierto
Avanzo en la fila, muestro mi pasaje: verde. Pasaporte: rojo. La chica lo intenta otra vez: rojo. Llama a su compañera. Me mandan al mostrador de al lado. Mis manos tiemblan.
—Tengo la visa Work and Holiday —le explico, mostrando la hoja impresa. Teclea frenética. Se pone pálida. —Nada —me dice. ¿Nada? No puede ser. Se me baja la presión. Llama por teléfono, explica la situación. Yo cruzo los dedos. “Universo, sé que dudé mucho en venir a Australia, pero te prometo que ahora sí quiero ir. Por favor, déjame viajar”.
La mujer baja el teléfono. —¿Tienes otro pasaporte?—Sí, el español y el argentino. Le doy el argentino. Escanea el ticket, verde. Escanea pasaporte, verde. Miro al cielo.Quizás también soy una creyente.


Comentarios