Tailandia, última parte: entre la adolescencia y la adultez - Parte 1
- 4 jun
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El agua de la ducha cae cálida sobre mi cabeza, baja rodeando mi cuello, mis hombros. Moja mis párpados, mis labios. Se desliza suavemente por la espalda, los brazos, el vientre. Acaricia mis piernas, mis pies. Las sensaciones se me confunden con sus besos, sus manos, la tibieza de su piel. Intento enfocarme, pero no puedo borrar su rastro de mi cuerpo. Supongo que algunos recuerdos son demasiado fuertes para quitarlos de nuestra mente.
Cierro la canilla y me envuelvo en una toalla. Me doy cuenta de lo pesado que se siente el ambiente, hay vapor por todo el baño y el espejo está empañado. Me sorprende que el agua no sea más fría teniendo en cuenta que afuera hay unos 40 grados. Estoy sacando ropa de mi armario cuando una voz me sorprende.
—¡Hola! Soy Eve, ¿cómo estás? ¿Hace mucho que estás acá?
Me quedo mirándola unos segundos, perpleja, porque no esperaba ver a una chica tan joven en este hostel a esta hora de la mañana.
—Hola, ¿qué tal? Llegué hace unos días. ¿Vos? ¿De dónde sos?
—¡Qué bueno! Me alegra tanto ver a alguien de mi edad. Soy de Inglaterra, hace unos días que estoy recorriendo Phuket y la verdad es que no había encontrado a ninguna chica de mi edad. ¿Tenés pensado hacer algo ahora?
—Te entiendo, me pasó lo mismo. La verdad es que no mucho. Quería buscar alguna playa nueva para visitar.
—¿Ya estuviste en Freedom Beach?
—No. El nombre suena un poco a playa nudista —. La chica se empieza a reír y me doy cuenta de lo hermosa que es. Su sonrisa amplia ilumina su rostro color oliva, y sus frondosas pestañas enmarcan unos ojos verde oscuro. Rizos como tirabuzones caen por sus hombros, que se alinean perfectamente con sus anchas caderas.
—Bueno, hasta donde sé, no hay nudistas ni nada extraño —me dice sonriendo—, pero mirá estas fotos, se ve hermosa —. Me enseña algunas imágenes de Google Maps y, la verdad, es que sí, el lugar es paradisíaco con o sin nudismo.
—¿Dónde queda?
—Está pasando Patong Beach. ¿Te gusta caminar?
—Sí, claro.
—Entonces podemos ir en el bus hasta Patong y de ahí tenemos que caminar un tramo por ruta y luego por la selva hasta llegar a la playa.
—Me encantan las aventuras. Me cambio y vamos.
Comenzamos el viaje en la parada Big C Kamala. Nos bajamos del bus en Patong Beach y caminamos hasta el final de la calle costera. Hacemos una parada en el Seven Eleven para comprar agua, frutas y unas gomitas Orion sabor Uva para comer en el camino. Subimos por una ruta que bordea primero la playa dando una increíble vista panorámica de Patong Beach, luego atraviesa matorrales y algunos pequeños pueblos con puestos de comida. La caminata hasta donde termina la ruta y empieza la calle de tierra, es decir, donde comienza el último trayecto para atravesar la selva y llegar a la playa, nos lleva al menos una hora. En ese tiempo descubrí que Eve tiene tan solo 19 años, que su madre es de la India y su padre de Irlanda, que este era una viaje que iba a hacer con una amiga por haber terminado el colegio, pero que al final su compañera no iba a llegar así que decidió hacerlo sola igual.
– ¿Ya sabes lo que vas a estudiar? – le pregunto. Medita unos segundos antes de responder y entonces me dice:
– Bueno, es un poco complicado para mí ahora. Hice danza contemporánea toda mi vida, iba a dedicarme a eso, pero el último año sentí que ya no me llenaba como antes. Empecé a averiguar para estudiar en una Academia de Arte en Italia, siento que es algo que también me apasiona, pero no lo sé. Siento la presión de que mi familia esperaba que fuera bailarina y al mismo tiempo me da miedo que, si elijo ir a Italia, y luego no me gusta, será un gasto enorme para mis padres y una pérdida de tiempo para mi.
– Entiendo, pero jamás tenés que ver esos cambios como una “pérdida de tiempo”. Es normal cambiar de opinión, pensar que querías algo y luego darte cuenta de que quizás no es lo que buscabas. Tampoco hay decisiones correctas o incorrectas, lo que elijas ahora lo haces en un contexto determinado bajo un objetivo determinado. Si lo probas y de acá a un mes, uno o cinco años descubrís que ya no queres seguir por ese camino está bien. Seguro vas a adquirir conocimientos que te van a servir para toda la vida.
Eve me mira un rato, pero no dice nada. Seguimos caminando en silencio hasta que llegamos al Freedom Beach Viewpoint. Nunca vi algo tan hermoso: frondosos árboles enmarcan un mar turquesa que poco a poco se convierte en azul marino. Pequeñas lanchas se mueven de un lado a otro dejando estelas blancas que parecen garabatos dibujados por un niño. La paz que transmite el lugar es absoluta.
Nos damos cuenta de lo cansadas que estamos, caminamos más de una hora bajo el sol y en subida, así que nos apresuramos para llegar a la entrada de la selva y bajar hacia la playa.
Nos adentramos entre los árboles, seguimos la huella que han dejado las cientos de personas que pasan por aquí durante el año hasta que llegamos a un punto en el que el camino se divide en dos. Optamos por la derecha y continuamos con el descenso. Parece que la selva no va a terminar más y el camino se pone un poco intrincado con bajadas abruptas y piedras. La humedad se pega a la piel como una segunda capa. La transpiración nos recorre la espalda. Eve ríe cuando casi se resbala. Empiezo a preguntarme si la playa realmente existe o si fue una estrategia de Google para vendernos una ilusión.
Cuando parece que nos vamos a rendir escuchamos el sonido del agua. Apresuramos un poco más el paso y entonces lo vemos. Una playa en forma de “C” no muy grande, con arena amarilla resplandeciente, enormes matas por los costados, agua tan transparente que podés ver tus pies bajo el agua.
Buscamos un lugar bajo las palmeras para sentarnos. Entonces me doy cuenta de que hay muchísimos turistas para ser un lugar tan remoto. Observo y empiezo a entender el negocio que han montado. Para llegar hasta la playa no hace falta caminar como dos esclavas bajo el sol como hicimos nosotras, podés venir en “long tail boat”, que básicamente es un bote taxi, o en un Tuk Tuk desde Patong. Y si tenés tu propia moto o coche hasta tenés un parking con bajada privada a la playa. De hecho, si te cuesta mucho bajar o subir por la selva hay un 4x4 que te lleva. Además, hay un bar estilo hawaino con bebidas, comida y baño, que claramente solo podés utilizar si consumis algo del bar.
– ¿Cómo fue para vos? Quiero decir, ¿se pone más fácil cuanto más creces? -me pregunta Eve interrumpiendo mi análisis de mercado. La miro a los ojos, esos ojos que ahora mismo se asemejan al mar que tenemos enfrente. Entonces recuerdo, exactamente hace seis años atrás, en este mismo mes, marzo, atravesaba una de las crisis más grandes de mi vida. También tenía 19 años.
00:30 horas, 19 de marzo de 2019, Ciudad de Buenos Aires.
El siseo del ventilador me mantiene alerta. El ventanal del apartamento está abierto, pero no entra una gota de aire. El ruido de los coches y quienes deambulan en la nocturnidad se cuela por la habitación. Si bien el barrio de Recoleta no tiene la actividad que tiene Palermo por las noches, nunca falta algún que otro zombie dando vueltas. Estoy acostada boca arriba, mirando al techo, con los brazos al costado del cuerpo, y quisiera moverme, pero estoy inmovilizada por la culpa.
Se suponía que iba a entrenar en el gimnasio y quedarme toda la tarde preparando los ensayos para la Universidad, pero mis amigas me invitaron a tomar unos mates al parque y el FOMO me pudo más. Nos reunimos como siempre en Plaza Francia, manta y mate en mano. Quería estar ahí para ellas, pero así como no estaba en mi casa estudiando, tampoco estaba disfrutando del momento presente. Cada dos por tres me encontraba pensando en cuántas calorías había comido en el día, en qué debería ir al gimnasio más horas, en qué mi nivel de vida está muy por debajo del de mis amigas, en qué no encajo para nada en el círculo en el que vivo, en qué debería esforzarme más para formar parte, en qué podría escribir para la materia que estoy cursando, en qué si hice bien en cambiar de carrera y en qué todos piensan que lo hice porque es más fácil.
Hace tan solo unos días empecé a cursar Ciencias de la Comunicación en la Facultad de Ciencias Sociales, luego de un año y medio en el que casi destruyo completamente mi cuerpo, salud mental y vida social decidí dejar mi anterior carrera. Desde los 15 años había desarrollado una obsesión con ser perfecta, si bien no era algo que había decidido conscientemente, todas mis acciones se centraban en tener el cuerpo de una modelo; rendir al 100% en el equipo de Softball y Hockey, y en todas las competiciones de la escuela en las que participaba; tener las notas más altas del curso y jamás, pero jamás tener conflicto con los demás. Años más tarde entendería que en realidad se trataba de tener todo bajo control, pero como no podía controlar lo externo, tenía que enfocarme en dominar mi propio cuerpo. Y nada mejor para alguien con un trastorno alimenticio y obsesión con la excelencia que la carrera de Ingeniería de los Alimentos.
Durante un año y medio cursé en el pabellón de Ciencias Naturales de la Universidad de Buenos Aires. Cada día me levantaba temprano, me tomaba el 31 hasta Ciudad Universitaria y hasta la tarde-noche no regresaba a casa. Tenía tres cursos durante el día: teoría, práctica y laboratorio. El pabellón era inmenso y si bien cada cátedra tenía decenas de personas hacer amigos era muy difícil. Todos bregaban por su propio bien, por su lugar en la jungla, y en una carrera como esta, donde hasta el más vago estudiante tiene un paper publicado, la competencia no daba lugar a alianzas. Me sentía sola. Cada noche me quedaba hasta tarde haciendo interminables cuentas, resolviendo retorcidos problemas de física y escribiendo hasta el mínimo detalle de las pruebas de laboratorio. Después del primer cuatrimestre había logrado pasar todos los cursos con notas sobresalientes y me encontraba dentro del pequeño porcentaje histórico que había aprobado Química Inorgánica sin tener que recursarla. Sin embargo, me estaba muriendo.
Mi cuerpo estaba colapsando: no podía dormir en las noches, estaba tan flaca que mi cuerpo dejó de producir las hormonas necesarias para que tuviera mi ciclo menstrual cada mes, se me caía el pelo, me moría de frío hasta en los días más cálidos. Mis amigas no querían verme y me la pasaba discutiendo con mi familia. Sabía que estaba en un camino sin salida, que tenía que elegir entre seguir aferrada a los mismos patrones de siempre o abrirme a vivir una nueva vida. Así que un día, me tomé el colectivo, crucé medio Buenos Aires, me senté en un sillón azul, miré a la mujer que tenía enfrente y con un nudo en la garganta le dije: “Sé que me hice mucho daño, pero también sé que no es demasiado tarde”.
Después de semanas de terapia, elegí dejar la carrera y empezar una nueva, porque si realmente quería ver un cambio tenía que tomar decisiones radicales. Pero el camino no iba a ser fácil. Todos pensaban que me pasé a Sociales porque era más sencillo, me decían que nunca iba a encontrar un “buen trabajo” estudiando esa carrera y que en Argentina me iba a “morir de hambre”. Mientras tanto, adaptarme estaba siendo una tarea difícil: a diferencia de la Ingeniería, acá ningún resultado era exacto, de alguna manera todos los autores tenían razón y los profesores nunca te daban las páginas exactas para estudiar. Todo flotaba en la nada y para mi era un apocalipsis.
Así que acá estoy, inmovilizada en mi cama por mis pensamientos, demasiado cansada para moverme y lo suficientemente preocupada para dormirme. En algún punto los párpados empiezan a pesarme, el pabellón de Exactas se funde con el de Sociales, mis amigas se derriten en el césped del parque y mi familia se desvanece en la distancia. Me duermo.
03:30 horas, 19 de marzo de 2019, Ciudad de Buenos Aires.
Algo me molesta. Me levanto de la cama y me dirijo al baño. Tengo los párpados pegados así que me cuesta ver por dónde voy. Me siento en el inodoro, está frío. Bostezo. Me dirijo de nuevo al cuarto y entonces siento un olor raro que viene del pasillo. No le doy importancia y sigo. Estoy a punto de meterme en la cama cuando el timbre empieza a sonar. Esto es raro. Siento una punzada en la boca del estómago porque sé que algo no va bien. Levanto el portero y digo “hola”, pero nadie responde. Lo repito varias veces y solo logro escuchar barullo en la calle. Voy rápido hasta el balcón, me asomo y entonces veo a los vecinos del edificio de enfrente agitando los brazos.
— ¡Salí del edificio! ¡Se está incendiando, salí ya del edificio! —, me gritan desde el otro lado.
Voy corriendo hasta la cama de mi hermano, lo sacudo hasta que se despierta. No sé cómo explicarle lo que está pasando, solo le digo que algo se incendia y que tenemos que irnos ya. Agarro las llaves de mi casa. Estoy en pijamas y no tengo nada en los pies. Salimos al pasillo, nos invade el humo negro. Siete pisos. Oscuridad. Mi hermano, atrás. No hay tiempo para pensar. Solo bajar. Uno. Dos. Tres. La garganta arde. Él tose. Yo grito. ¿Está bien? No me responde. Lo llamo. Sigue. Lo escucho. Seguimos. Planta baja. Afuera. Respiramos.
El despliegue que hay en la calle me parece de película. Casi todos nuestros vecinos miran hacia arriba desesperados, descolocados. Dos dotaciones de bomberos se preparan para atacar el fuego. Una ambulancia del SAME se estaciona cerca. La vecina de enfrente de mi casa llora desesperada y grita: “¡Mis cosas! ¡Mi departamento, todo mi trabajo! ¿Por qué?¿Por qué?”.
Nos paramos con mi hermano, uno junto al otro, en la vereda de enfrente. Miramos como las llamas salen por las ventanas del tercer departamento del tercer piso. De pronto el fuego encuentra los cables de luz que suben a lo largo de todo el edificio y una llamarada despega como un cohete. Sube rápido y se extiende por todos lados. Es resplandeciente, irascente, casi bella. Nos tomamos las manos y de pronto siento que tengo siete años de nuevo, el y yo, solos contra un mundo hostil, cuidando el uno del otro porque nuestros padres están demasiado ocupados siendo todavía hijos como para encargarse de nosotros.
04:15 horas, 19 de marzo de 2019, Ciudad de Buenos Aires.
Me empiezo a sentir mal. De golpe un agudo dolor atraviesa mi cabeza. Todo a mi alrededor empieza a tambalearse como si fuera en un barco y me cuesta pensar con claridad. Mi hermano me lleva hasta la ambulancia del SAME, los paramédicos empiezan a revisarme con cariño hasta que llega el médico. Empiezan a discutir entre ellos para ver quién es el responsable de atenderme. Mientras tanto yo estoy sentada en la camilla intentando entender qué me pasa. El doctor agarra algo y me lo pone en el dedo, ni siquiera se presenta y de prepo me abre grande la boca con un palo que me causa arcadas.
– Tu nivel de oxígeno está por debajo de los 80, tienes una hipoxemia grave. Y tu garganta está negra. Esto podría causarte un daño cerebral irreversible – me dice en un tono robótico que me causa escalofríos.
Primero miro atónita al médico, luego busco a mi hermano con la mirada. Está afuera de la ambulancia, parado con la pose que suele poner siempre que está preocupado o pensando en algo: un brazo cruzado en el pecho, el otro por encima de este y agarrándose la pera con la mano. Todo sucede demasiado rápido. El médico me pone una máscara de oxígeno, lo meten a mi hermano en la ambulancia y salimos disparados hacia no sé donde.
Lloro. Las lágrimas me caen calientes por las mejillas y se escurren por el borde la mascara de oxigeno. Cierro los ojos y veo mi vida pasar. ¿Qué he estado haciendo? ¿A quién le quiero demostrar que soy perfecta? ¿Por qué perdí tanto tiempo dándole valor a cosas que en verdad no importan?
05:10 horas, 19 de marzo de 2019, Ciudad de Buenos Aires.
Después de 40 minutos de viaje llegamos a un Hospital que queda a las afueras de la Ciudad de Buenos Aires. Me cambian la mascara de oxigeno, le ponen una a mi hermano también, nos toman muestras de sangre y nos dejan en una angosta habitación. Los minutos parecen horas, la agonía es interminable. Pero estoy rendida, por primera vez en la vida siento que me entrego completamente. No hay nada que pueda hacer.
Mi hermano, que tiene una armadura de hierro y jamás se deja llevar por las emociones, empieza a leer trends de Reddit. Al principio me cuesta prestarle atención, pero al final hace que me enganche y me saca una sonrisa. Lo observo, siempre tan estoico, tan inteligente, tan correcto, y sin embargo cargando tanto peso. Me gustaría que fuera distinto, poder tomar todo ese dolor que se que lleva adentro y cargarlo por él, salvarlo como él me ha salvado a mi tantas veces.
Finalmente, llega la enfermera. Dice que mis estudios están bien y lo reta a mi hermano por ser fumador, cosa que se ve claramente en su análisis de sangre. Nos explica que tenemos que quedarnos al menos 40 minutos más con el oxígeno y que después nos podemos ir. Nos alegra saber que no tengo nada grave, pero yo estoy en patas, mi hermano está todo negro por el humo y no tenemos ni siquiera la sube para tomarnos un colectivo. Mi mamá está en Estados Unidos así que no tendría sentido llamarla, la única opción que nos queda es llamar a nuestro papá que vive en provincia de Buenos Aires para que venga a buscarnos. Terminamos la noche riéndonos porque parecemos dos personas de la calle y mi hermano me saca fotos midiéndome en una pintura de un dinosaurio para niños que hay en la sala de pediatría.
07:20 horas, 19 de marzo de 2019, Ciudad de Buenos Aires.
El lado izquierdo del edificio está destrozado. Afortunadamente mi departamento está en el lado derecho así que está intacto. No hay luz ni electricidad por supuesto, y entró un poco de agua del pasillo cuando los bomberos apagaron el fuego, pero por lo demás, todo está igual. Me baño para quitarme el olor a plástico quemado que tengo encima. Me cambio, tomo mi mochila y así como estoy me voy a la Universidad.
09:30 horas, 19 de marzo de 2019, Ciudad de Buenos Aires.
Estoy sentada en un banco de la fila de delante. Las chicas a mi alrededor se remueven en sus bancos e intercambian preocupadas ideas acerca de lo que el profesor va a exigir en los ensayos. Una chica castaña de pelo lacio, está sentada a mi lado. Por su aspecto, juzgo que es una “mili-pili”. Tiene al menos diez pulseras colgando en la muñeca que entonan un metálico cántico cada vez que se mueve. De pronto, se gira en redondo y me mira fijamente.
—¿Vos qué escribiste hoy? Me dijeron que este profesor es muy exigente con los errores ortográficos —, me lanza inquisitiva. Meses más tarde, luego de que se convirtiera en mi mejor amiga, me confesaría que me habló porque está segura por mi apariencia que yo era “estudiosa”, por lo tanto, una buena compañera para tener a mano.
Toso y me tapo la boca con un pañuelo antes de responderle. Miro el papel y está negro. Mis pulmones todavía están sacando las partículas de carbono.
—La verdad es que no escribí nada porque decidí salir con mis amigas a tomar mates. Así que si el profesor es exigente poco me importa, la “nada” es demasiado perfecta para ser corregida —.
—¿En qué pensás? — me dice Eve mientras me pasa la botella de agua. Parpadeo.
—Estaba pensando una respuesta a tu pregunta. No se si es que se vuelve “más fácil”, pero te puedo asegurar que se vuelve más claro —.
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